Foto: Yoko Ono Lennon |
Y al día siguiente, mientras los familiares y amigos de las víctimas lloran de la tristeza y de la rabia, las leyes siguen igual. Sigue siendo igual de fácil hoy, como era en 1980, el acceso a armas semiautomáticas y rifles de asalto para los mismos mortales comunes y corrientes (y los locos también) que no pueden llevar más de cien mililitros de champú en un vuelo comercial.
Tampoco faltan las críticas a los medios de comunicación porque, en esta, la “era digital”, los mismos que se esconden detrás de la pantalla de un celular o un computador se creen comentaristas expertos y la autoridad máxima en relación con cuanto tema esté moviéndose por los noticieros. Todos ellos se las dan de analistas, críticos (o criticones), jueces, abogados de los buenos y los malos, eruditos, sabios, doctos, cultos, entendidos y demás sinónimos de “sabihondo” que pueda haber en los tesauros. Habrá quienes pregunten por qué tantos cambiamos nuestras fotos de perfil por un “Je Suis Charlie” mientras en Colombia la guerrilla secuestra y mata casi a diario. Pero así somos, esas preguntas sin respuesta van a estar ahí siempre. Todos opinamos cosas distintas, todos creemos que tenemos la razón, como si la verdad fuera absoluta, objetiva e imparcial. Pero el mundo está lleno de colores y matices: no todo es a blanco y negro.
Voy a atreverme, con el perdón de quienes me leen, a sumar mi voz a esa multitud de opiniones que son tan válidas como vacías a veces. Quiero hacerlo porque la masacre del club Pulse en Orlando, más allá de haber sido el mayor ataque terrorista en la historia de Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001, fue un crimen de puro odio en contra de personas que se identifican con un estilo de vida que, por sí mismo, puede haberles causado más angustia, soledad, discriminación y sufrimiento del que cualquier ser humano debiera soportar en cualquier momento de su vida. El mismo sentimiento que llevó a Sergio Urrego a tirarse desde la terraza de un centro comercial.
Foto: Sergio Urrego / Facebook |
Ese sentimiento, tan fuerte y arraigado quizás por el pudor característico de nuestros ancestros rezanderos, ultraconservadores y de doble moral, no hace que ningún hombre o mujer sean merecedores de recibir uno o los balazos que sean en la cabeza.
La masacre de Orlando (y ahora soy yo quien opina) pudo haber sido el resultado de la laxitud de las leyes estadounidenses, de la homofobia u homosexualidad escondida de un tipo loco, de una ideología motivada por tendencias religiosas extremistas o una combinación de todas las anteriores. No tenemos y quizás nunca tendremos la certeza de decir que fue por una razón equis o ye.
Después de haber leído y escuchado opiniones de varios personajes de la vida pública, y después de haber derramado lágrimas con los discursos de John Oliver (anfitrión del programa “Last Week Tonight”) y Anderson Cooper (periodista de CNN), concuerdo en que las “razones” que llevaron al desgraciado tirador a apagar decenas de vidas en una noche de música, baile y diversión, realmente no son importantes. Con decir esto no quiero restarle importancia a lo que sucedió. Quiero decir que las consecuencias son las mismas, y tratar de entender lo que pasaba por la mente de un asesino muerto no va a devolver el tiempo ni va a cambiar los hechos.
Pero quiero creer que esto trae, una vez más, a la atención del mundo dos temas que, a mi juicio, son los más importantes: el debate sobre el control de armas de fuego y el asunto de la homofobia. Hoy es más común que los niños que están en primaria les cuenten a sus amiguitos que tienen dos papás o dos mamás, o por lo menos es más común de lo que era hace menos de medio siglo. El mundo está entendiendo, muy lentamente, que hay cosas más importantes en este planeta que preguntarse con quién follan o dejan de follar mis vecinos.
Como dijo Samantha Bee después de lo ocurrido en Pulse, sentarse a orar en silencio es inútil. Las oraciones no cambian nada. Las oraciones no son más que sentarse en una habitación a hablar con alguien que no está ahí y que no puede darnos ningún tipo de retroalimentación. Por más que oremos, las matanzas siguen ahí. Diferente es el caso de Australia, que no ha tenido una sola masacre desde que se abrió el debate de control a las armas en 1996. Las personas hacen y deshacen, mientras las deidades y los santos están ahí, quietos, tranquilos, en los libros y en la imaginación de esas personas que hacen y deshacen.
Tiene el mismo efecto una plegaria que un “hashtag” o un cambio temporal de foto de perfil. Lo que necesitamos, si queremos dejar de llorar por muertes violentas e injustas, es entender que no todos somos iguales y no todos pensamos igual. Es entender que dos tipos besándose en la calle no es un crimen sino una inocente muestra de afecto. Es entender que la homosexualidad o cualquier preferencia que no sea “lo tradicional” no fue nunca una enfermedad.
Yo quiero que los nietos de mi mejor amiga (o los de sus hermanos o hermanas) conozcan la historia de cómo ella conoció a su esposa, y quiero que para ellos el amor y el matrimonio sean asuntos propios de personas, de seres humanos, sin importar lo que tengan entre las piernas.
El amor, quiero creer, siempre prevalecerá sobre el odio.