Cuando yo estaba pequeño, creo que a los cinco o seis años de edad, mi abuela materna me regaló una guitarra para niños. Mi hermano, siete años mayor que yo, estaba recibiendo clases de guitarra de un profesor particular. Yo veía a mi hermano practicar canciones tradicionales, en español: desde el pop y el rock hasta las rancheras.
Como el de las clases era mi hermano, y no yo, pasaron varios años antes de que yo aprendiera a hacer sonar el condenado instrumento. Lo único que hice durante los pocos días que tuve la guitarra fue dar vueltas y más vueltas a las clavijas, hasta reventar todas y cada una de las cuerdas. La pobre de mi mamá se veía en la penosa obligación, casi, de estar comprando cuerdas para reemplazar las que yo había roto.
Mi hermano nunca me permitió tocar su guitarra, pues seguramente sabía que yo iba a desafinarla a más no poder, eso sí, suponiendo que las cuerdas resultaran ilesas. En fin, aún si la hubiera tenido en mis manos, no hubiera podido sacarle el más mínimo sonido agradable. Recuerdo un día en que entré a la habitación que compartía con mi hermano y, con las mejores intenciones del mundo (o por lo menos así lo recuerdo), empecé a cantar "las mañanitas" o alguna otra canción para despertarlo con el dulce sonido de mi voz, acompañado por una angelical tonada producida por el rasgueo de unos acordes que, seguro, yo no conocía.
Lo que mi hermano oyó fue otra cosa: un mocoso gritando notas desafinadas, al son de unos golpes medianamente rítmicos sobre las pobres cuerdas de mi guitarra. El resultado: yo recibo un almohadazo y renuncio a la idea de hacer música. Ese episodio pudo haber sido una simple broma infantil o una inocente demostración de afecto fraternal, aunque prefiero recordarlo como lo segundo.
Años más tarde, conocí a unos personajes, más o menos de mi edad, que tenían un grupo musical. La estructura era la clásica del rock: bajo, dos guitarras, batería y voz. Yo nunca había conocido a nadie que estuviera en un grupo hasta ese entonces. Yo tenia quince años y había dejado de oír la música clásica que daban en Radio Bolivariana, una emisora de mi ciudad, para escuchar con atención el rock de la década del 90 en otra emisora, llamada Radioacktiva.
Gracias a Napster, a finales de 2000, descubrí a los Beatles: un día, cansado de la misma música de siempre, me pregunté cómo sería la música de ellos. La canción que apareció con más frecuencia en esa búsqueda en Napster fue "Eleanor Rigby". Me dejó boquiabierto, maravillado. Por esos días salió el disco "1", con sus grandes éxitos, y lo compré. Aunque no me impresionó mucho cuando lo oí por primera vez, las melodías se quedaron resonando en mi cabeza. En ese momento supe que esa música me fascinaba.
A los 16 años, con ganas de aprender a tocar el arpegio de la canción "Sun King", me metí a Internet y busqué una tablatura, con la esperanza de que leerla fuera fácil para un ignorante como yo. Como no entendí un carajo, tuve que ir a preguntarle a mi hermano, que aún entonces era siete años mayor que yo.
"Estas son las cuerdas y estos son los números de los trastes. Las cuerdas se afinan de tal manera y en tal orden". A grandes rasgos, esa fue la explicación con la cual empecé a leer tablaturas y a memorizar acordes. Al principio me dolían las muñecas, tenía callos en las puntas de los dedos y me costaba trabajo cambiar de un acorde a otro, pero después de mucha insistencia fui mejorando. Practicaba en una guitarra eléctrica de marca Fernandes, sin tilde y con ese, que pertenecia a un tío mío. Él mismo, como el genio que es, había construido un pequeño amplificador para la guitarra.
La primera canción que aprendi fue "Mr. Jones", de Counting Crows. La de los Beatles era muy difícil para mí.
Después les cuento el resto de la historia. Ahí perdonan.