domingo, septiembre 10, 2023

Añoranza del negativo

Foto del autor (a la izquierda) tomada con una Fujifilm FinePix 1400.
Nací a finales del siglo XX, una época en la que la fotografía digital, al igual que yo, estaba en pañales. Tengo tantos años como para haber estudiado el funcionamiento de la fotografía analógica en el colegio: la carga del rollo a blanco y negro en la cámara, el líquido revelador, el baño de paro, el fijador, el cuarto oscuro, la máquina ampliadora, la luz roja. 

Conforme pasaban los años en el siglo posterior, el número de megapíxeles de las cámaras comerciales iba aumentando. La primera cámara digital a la que tuve acceso fue una Fujifilm FinePix 1400 de 1.2 megapíxeles que trajo mi papá de un viaje al Japón. Tomaba fotos de 1280x960 o 640x480 píxeles, usaba cuatro baterías de tamaño AA y tenía una capacidad de almacenamiento de 4 MB: una maravilla tecnológica en aquel entonces. 

Hoy los teléfonos que todos llevamos en nuestros bolsillos tienen cámaras que hacen palidecer las capacidades de aquella antigua máquina que aún conservo. Ya es raro ver artículos de fotografía analógica en los centros comerciales y aún más raro encontrar laboratorios fotográficos que revelen e impriman fotos a partir de negativos. 

Recientemente fui con Pablo a uno de los pocos establecimientos comerciales que sobreviven vendiendo todo tipo de productos sobre los cuales se puede imprimir una foto: camisetas, pocillos, agendas, llaveros y demás. Quería imprimir cien fotos digitales que tenía almacenadas en mi teléfono (cosa impensable en el siglo pasado) y se las envié por correo electrónico a una de las empleadas que trabajaba allí.  

La última experiencia desagradable que tuve con alguno de estos negocios había sido hacía más de diez años, cuando llevé una cantidad considerable de imágenes para imprimir en una memoria USB. Era la forma más práctica de transferir tantos datos en esa época. Sus computadores estaban plagados de virus informáticos, de manera que todo el contenido de dicha memoria desapareció en segundos. Me fui del lugar, armé un escándalo vía correo electrónico y días después regresé al lugar para que un técnico me ayudara a recuperar la información.  

Volvamos al presente. Después de revisar el archivo que le había enviado a la empleada de Megafoto (así se llama el local donde imprimiría el centenar de imágenes), ella dijo que siete de las fotos estaban en un formato que, según ella, no se podía imprimir. Las fotos estaban en formato WebP, uno que existe desde 2010 y que hoy puede ser abierto por el 96 % de los navegadores web modernos. Trató de convencerme abriendo una de las fotos y enseñándome el mensaje de error que le mostraba Photoshop. 

Le sugerí que usáramos un servicio de conversión en línea para convertir las fotos a JPG, un formato que seguramente su versión de Photoshop sería capaz de abrir e imprimir. Servicios como ese, normalmente, no tienen ningún costo para quien pretenda utilizarlos, y la conversión se hace en pocos minutos. Creí que la discusión iba a terminar ahí, pero ella salió con esta joya del servicio al cliente: convertir las fotos a un formato imprimible tendría un costo adicional.  

No pude pensar en un escenario similar si nos hubiéramos encontrado veinte años atrás. ¿Le estaba pidiendo el equivalente a ampliar una Polaroid? ¿A hacer copias de un daguerrotipo? ¿Hasta dónde va su responsabilidad como proveedora de servicios fotográficos? ¿Es mi deber como consumidor asegurarme de que el formato de todos mis archivos digitales esté listo para que sus máquinas puedan abrirlos? No lo creo. Después de todo (parafraseando a un infame político local) una foto es una foto. Si pueden imprimir las docenas de formatos que Photoshop puede abrir, uno más no tiene por qué representar un costo adicional para mí como cliente. La versión 23.2 de Photoshop puede abrir archivos WebP sin ningún problema, pero claramente Megafoto no estaba al día con las actualizaciones de ese software. Incluso GIMP, una alternativa gratuita a Photoshop, soporta ese formato desde la versión 2.9. Pero parece que pedirle un poquito de apertura a un negocio de estos, monopólico y dictador, es una batalla perdida. 

Pensé en decirle a la mujer que me atendió que me enviara un listado de los archivos en formato WebP para convertirlos desde mi celular, enviarle un nuevo archivo con las fotos listas para imprimir y así tener la totalidad de mis recuerdos en papel. Pero, a riesgo de que nos dijeran que eso también tenía un sobrecosto, Pablo le pidió que imprimiera dos copias de siete de las fotos que su Photoshop sí podía abrir. Yo ya estoy muy viejo como para andar discutiendo sobre tecnicismos con centennials (asumo que la empleada de Megafoto tiene menos años que mi cámara FujiFilm) y prefiero desahogarme escribiendo artículos llenos de rabia y decepción, como el que están ustedes leyendo en este momento. Ahí perdonan.