Los blogs dieron de qué hablar en 2004. Si no creen, consulten los medios de comunicación de aquél entonces. Ya estamos en 2005, y es probable que pasen al olvido (si los consideramos moda) o que sigan haciendo noticia. Mientras haya empleados de grandes corporaciones que creen polémica con sus artículos o elecciones presidenciales que permitan la creación de engaños informáticos a gran escala, seguramente no pasarán inadvertidos ante los enormes poderes mediáticos.
Pero dejémonos de influencias académicas (aludo a la Universidad) para producir este débil hilo de ideas. Lo que me llevó a escribir esto, las primeras palabras más o menos bien estructuradas del año en el blog, fue una situación tan poco frecuente pero tan común que no pude dejar de sentarme frente a la pantalla, como en la época dorada de este espacio, para volcar mis pensamientos en la red. Y no temo explicitarla.
Nunca leí la famosa "Urbanidad" de Carreño, el libro del que tantas veces me hablaron mis padres y tíos. Según entiendo, es una especie de código de normas para vivir en sociedad, con instrucciones detalladas sobre cómo debería ser el comportamiento de las personas en ciertas situaciones de interacción con semejantes. En otras palabras, un manual de conducta. Sin embargo, no pretendo decir que carezco de modales o que no tengo control sobre mis acciones. Pero una cosa es cierta: hay ciertos escenarios en los que soy completamente ajeno a cualquier patrón de conducta establecido, sin importar que sea algo que la mayoría de las personas da por entendido. No me voy a centrar en un análisis de las causas de mi ignorancia, primero porque estoy cansado y segundo porque puede haber muchas. Supongo que puede deberse a que realmente no salgo mucho ni frecuento sitios públicos. La situación particular a la que me refiero se da, precisamente, en ambientes de ese estilo. Sin más rodeos, pasemos al episodio que nos concierne.
Hoy estuve con mi familia, celebrando el cumpleaños de mi mamá en cierto restaurant de la ciudad. Cuando llegó la hora de ordenar, le pedí al mesero que me dijera con qué venía la trucha a la plancha. Me respondió literalmente: "Yuca, cocinada, a la francesa, asada". No sé qué tipo de relación de ideas establecí en el nanosegundo inmediatamente posterior ni qué habré asumido (consciente o inconscientemente), pero no lo pensé dos veces antes de decir: "¿Será posible cambiar la yuca por unas papas a la francesa?". Claro, todos reaccionaron para corregirme. ¡No se me ocurrió pensar que el hombre había omitido la palabra "papa" en su enumeración! Quisiera culpar al cansancio. Mi hermano no tardó en proferir su tan ya gastado lugar común: "¡Ah bruto! ¿no?".
Y el incidente me hizo recordar la ocasión en que, en una cena a la que asistimos por invitación de un amigo de mis papás, me encontraba yo frente a un plato vacío y aparentes decenas de cubiertos a cada lado de él. Ordené pescado (cosa rara) y el mesero retiró casi todos los cubiertos, menos uno: una suerte de espátula. No sé si tiene nombre, pero no me avergüenza ignorarlo. El caso es que no tenía ni idea de qué hacer con el maldito utensilio. Acto seguido, tuve que resignarme a partir y comer el pescado con la singular herramienta, ignorando las miradas inquisidoras de nuestros anfitriones. Reconozco que me sentí algo ridículo entonces, pero ya le doy poca, si no ninguna importancia. Prefiero ignorar que aparentar conocimientos que no tengo. Ahí perdonan.
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