Cuando cumplí once años, mis tíos me regalaron un afiche de Albert Einstein que tenía la frase "Imagination is more important than knowledge". Ellos sabían que, desde que yo estaba muy pequeño, siempre me había interesado la historia de la vida del físico alemán. No sé por qué, pero siempre supe quién era él. Leía libros sobre su vida, pero nunca sobre su obra. A esa edad no me interesaba ni pensar en entender ecuaciones ni fórmulas matemáticas. Por alguna razón, me fascinaba su personalidad y su forma de ver el mundo. Incluso tengo los libros "Einstein entre comillas" y "Einstein relativamente fácil", que no son muy técnicos ni muy teóricos. Son entretenidos y fáciles de leer.
En quinto grado entendí qué quería decir el dos pequeñito que está al final de la famosa ecuación de equivalencia entre masa y energía de la teoría de la relatividad. Me enseñaron que se leía "al cuadrado" y que significaba una multiplicación de un número por sí mismo. "C a la dos" quería decir "la velocidad de la luz al cuadrado". A pesar de que ese dato me dejó estupefacto, hasta ahí llegó mi entendimiento de la teoría de la relatividad.
Poco después de esa clase tuve una discusión con mi mejor amigo, Daniel, sobre la frase atribuida a Einstein, la misma que decoraba el afiche de mi habitación. Para él, era inconcebible e inaceptable que la imaginación importara más que el conocimiento. "¿Cómo va a ser más importante", decía, "un elefante rosado con puntos amarillos que una fórmula matemática?". No recuerdo a qué conclusión llegamos.
De cualquier modo, mi primer acercamiento a la física teórica fue en noveno grado. Teníamos una profesora que trató de convencernos de que diez al cubo era igual a cien, o algo así. Si empezamos clases en enero, ella en marzo ya se había ido a enseñar a un grado inferior. Luego llegó un profesor bien particular, apodado "Chepe". El problema es que yo me preocupaba más por la manera como él pronunciaba las palabras que por lo que efectivamente estaba diciendo. No importaba lo que dijera, sino cómo lo dijera. De hecho, en la última hoja de mi cuaderno de física había un diccionario de sus barbaridades. No sé qué era más grave: si su insistencia en pronunciar la equis como una ese o mi obsesión con querer corregir cada una de las barbaridades que este personaje decía. Repito: no sé si había fallas en su conocimiento de la teoría (porque yo no me preocupaba por entenderla), pero de lo que sí estoy seguro es de que este hombre tenía serios problemas de dicción.
La cosa no mejoró en años siguientes. Llegué a estar firmemente convencido de que, para ser profesor de física o química, uno tenía que tener algún problema con el idioma, o le tenía que importar muy poquito. Los profesores que tuve en los últimos dos años del colegio solamente me enseñaron que a mí la física y la química, en teoría, solamente me sirvieron para que al final de mi vida estudiantil me dieran un diploma que decía que estudié en ese plantel. Y a ninguno de ellos le importaba hablar bien.
Años después, un buen amigo me preguntaba por qué, si estudié comunicación social, todavía tenía el afiche de Einstein en una pared. Es que Einstein nunca dejó de fascinarme. Y como no sé alemán, tampoco sé cómo trataba él a su idioma.
Sigo sin saber un carajo de física. Ahí perdonan.
1 comentario:
yo nunca me interese por los numeros y ahora tengo que entenderlos pa'cer tres notas pa' los suramericanos...Prefiero las letras, las imagenes y lo irracional a los resultados exactos
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