Uno sabe que un día fue importante cuando, diez años después, todavía recuerda los eventos de ese día.
El martes 11 de septiembre de 2001 salí de mi casa poco antes de las seis de la mañana y miré hacia abajo para leer el titular del periódico que llegaba todos los días al tapete que estaba frente a la entrada. Decía algo sobre la llegada de Colin Powell, el secretario de estado de Estados Unidos, a Colombia, que estaba programada para ese día.
Yo iba en camino a tomar el bus que me llevaría al colegio, como todas las mañanas. Tuvimos un espacio de unos veinte minutos con el profesor de ética. Eso no era normal, porque cada mañana había una reflexión o conversación con nuestro director de grupo. No recuerdo por qué ese día fue distinto. A las 7:20 empezaba la clase de religión, pero fuimos al salón y el profesor no estaba. Los ataques a las torres gemelas ocurrieron a las 7:46, hora colombiana, entonces no era posible que el profesor se hubiera ausentado a causa del cubrimiento mediático. Tampoco era normal que los docentes faltaran a una clase sin avisar con anterioridad.
En el salón, no sabíamos que hacer. Todo el grupo salió a caminar por los corredores del colegio, cantando “no tenemos docente”. Fuimos a la sala de profesores y a las cafeterías, pero no encontramos a este personaje.
A las 8:45 era el primer descanso del día. Subí las escaleras que daban a la biblioteca del colegio y allí me encontré con Diego, un compañero, que me preguntó si había oído que el mundo se estaba acabando. Yo creí que era un chiste. “¡Güevón, explotaron las torres gemelas y el pentágono en Estados Unidos!”. Yo no le creí. En esa época, yo ni siquiera era consciente de que existiera un par de torres iguales en ese país. Seguro que había oído hablar de ellas en algún momento, pero no las recordaba.
Entré a la biblioteca y vi un círculo de personas reunidas en torno al único televisor que había allí. Ahí me preocupé. En la pequeña pantalla se veía que las dos torres estaban en llamas. Humo por todas partes. La gente hablaba del comienzo de la tercera guerra mundial. Recuerdo haber visto la cara de angustia de Daniel, uno de mis amigos más cercanos en aquel entonces, mientras una de las torres empezaba a colapsar.
A las 9:20 teníamos clase de inglés. Por fortuna teníamos televisor en el salón, de manera que toda la clase se nos fue fue viendo las noticias. Yamid Amat ya hablaba de Osama bin Laden como posible autor intelectual del atentado. Se habló también del choque del vuelo 93 de United Airlines, que había ocurrido minutos antes.
Más tarde tuvimos otro descanso. No me despegaba de un pequeño radio amarillo que tenía. Oía las noticias. Las cafeterías estaban llenas de gente que hablaba de lo que estaba ocurriendo. Después, en clase de educación física, todos mirábamos con temor hacia arriba. Nadie sabía que podía suceder.
En la tarde llegué a mi casa y empecé a ver CNN. Ya las dos torres habían caído. Se veían las mismas imágenes de destrucción y caos una y otra vez. Aparentemente los noticieron no tenían nada nuevo qué decir.
En la noche decidí abrir uno de esos sitios web que tienen cámaras que muestran diferentes lugares del mundo. Creo que era EarthCam. Vi una cámara que apuntaba hacia donde estaban las torres. Se veía una nube negra encima de la ciudad. Al día siguiente, muy temprano en la mañana, volví a ingresar. Todavía había humo en el aire.
No recuerdo nada de lo que pasó el doce de septiembre. Ahí perdonan.
domingo, septiembre 11, 2011
Mis recuerdos del once de septiembre
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sábado, septiembre 03, 2011
El tiempo para lo demás
Alguna vez leí una columna de opinión en el periódico que hablaba de la regla del ocho: ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar y ocho horas para lo demás.
Empecé a pensar qué tan cierta podía ser esa, a mi juicio, atrevida afirmación.
Veamos: a mí me gusta dormir. La gente dice que, conforme pasa el tiempo, un adulto puede descansar de igual forma si duerme menos horas que un adolescente o un niño. A mis veintiseis años de edad, puedo dar fe de que, en mi caso, menos de ocho horas no es suficiente para pasar todo un día bien despierto, activo y concentrado. Necesito ocho horas de sueño como mínimo.
Y vamos en orden: cuando me levanto, me tomo al menos una hora para desayunar, bañarme y vestirme. De ahí salgo a trabajar. Vamos sumando. Me tomo treinta minutos en ir desde la casa hasta la oficina en la mañana y cuarenta minutos en el camino de vuelta. En total, es una hora y diez minutos de tiempo perdido.
Mi jornada laboral, por estos días, es de ocho horas, con un espacio de dos horas en el medio para almorzar. Si bien el solo hecho de almorzar no ocupa las dos horas completas, el resto del tiempo se va en el transporte desde mi lugar de trabajo hasta mi hogar. Tener un automóvil en una ciudad famosa por su tráfico vehicular en las horas pico no es tan práctico como uno quisiera.
Al llegar a casa, queda la cena: unos cuarenta minutos, aunque a veces puede ser menos.
Hay otras pequeñas actividades que toman tiempo y que son necesarias, así uno crea que no. Por ejemplo: lavarse los dientes, cambiarse la ropa, subir escaleras, esperar ascensores, parquear el carro. Supongamos que la suma de todo esto nos quita veinte minutos, en el peor de los casos.
Así las cosas, habría que incluir una categoría adicional a las que menciona el autor de la columna: el tiempo libre que no hace parte de “todo lo demás”. Es decir, el tiempo que uno podría usar para dedicarlo a la familia, los proyectos, los pasatiempos, las distracciones, los amigos y las relaciones humanas.
Hagamos cuentas:
Así se me van los días de lunes a viernes. Los fines de semana son otro cuento. Es triste que, de las ocho horas que promete el columnista para "lo demás", menos de tres sean tiempo aprovechable. ¿Será que ese tiempo que llamo "libre" es suficiente para crecer como persona? No me gustan los consejos ni las fórmulas de quienes se creen gurúes de la autosuperación y por eso me pongo a hacer cuentas como estas.
Empecé a pensar qué tan cierta podía ser esa, a mi juicio, atrevida afirmación.
Veamos: a mí me gusta dormir. La gente dice que, conforme pasa el tiempo, un adulto puede descansar de igual forma si duerme menos horas que un adolescente o un niño. A mis veintiseis años de edad, puedo dar fe de que, en mi caso, menos de ocho horas no es suficiente para pasar todo un día bien despierto, activo y concentrado. Necesito ocho horas de sueño como mínimo.
Y vamos en orden: cuando me levanto, me tomo al menos una hora para desayunar, bañarme y vestirme. De ahí salgo a trabajar. Vamos sumando. Me tomo treinta minutos en ir desde la casa hasta la oficina en la mañana y cuarenta minutos en el camino de vuelta. En total, es una hora y diez minutos de tiempo perdido.
Mi jornada laboral, por estos días, es de ocho horas, con un espacio de dos horas en el medio para almorzar. Si bien el solo hecho de almorzar no ocupa las dos horas completas, el resto del tiempo se va en el transporte desde mi lugar de trabajo hasta mi hogar. Tener un automóvil en una ciudad famosa por su tráfico vehicular en las horas pico no es tan práctico como uno quisiera.
Al llegar a casa, queda la cena: unos cuarenta minutos, aunque a veces puede ser menos.
Hay otras pequeñas actividades que toman tiempo y que son necesarias, así uno crea que no. Por ejemplo: lavarse los dientes, cambiarse la ropa, subir escaleras, esperar ascensores, parquear el carro. Supongamos que la suma de todo esto nos quita veinte minutos, en el peor de los casos.
Así las cosas, habría que incluir una categoría adicional a las que menciona el autor de la columna: el tiempo libre que no hace parte de “todo lo demás”. Es decir, el tiempo que uno podría usar para dedicarlo a la familia, los proyectos, los pasatiempos, las distracciones, los amigos y las relaciones humanas.
Hagamos cuentas:
Actividad | Tiempo de actividad | Tiempo acumulado |
Sueño | 8:00:00 | 8:00:00 |
Ducha y desayuno | 1:00:00 | 9:00:00 |
Transporte / trancones | 1:10:00 | 10:10:00 |
Trabajo | 8:00:00 | 18:10:00 |
Almuerzo y transporte | 2:00:00 | 20:10:00 |
Cena | 0:40:00 | 20:50:00 |
Otras tareas | 0:20:00 | 21:10:00 |
Tiempo libre | 2:50:00 | 24:00:00 |
Así se me van los días de lunes a viernes. Los fines de semana son otro cuento. Es triste que, de las ocho horas que promete el columnista para "lo demás", menos de tres sean tiempo aprovechable. ¿Será que ese tiempo que llamo "libre" es suficiente para crecer como persona? No me gustan los consejos ni las fórmulas de quienes se creen gurúes de la autosuperación y por eso me pongo a hacer cuentas como estas.
¿Cómo manejan ustedes, lectores, su tiempo? ¿Creen que la regla del ocho funciona?
Ahí perdonan.
domingo, mayo 08, 2011
De mi relación con los Beatles
Ya han pasado más de diez años desde que Shawn Fanning y su tío crearon Napster, el infame software que permitía descargar archivos de música, video y programas sin ningún costo.
En esos tempranos años de la primera década del siglo XXI, yo era un estudiante de colegio que a duras penas tenía dinero para comprar un disco compacto. Napster era la mejor manera de descargar música en aquel entonces. Yo podía acceder a canciones que nunca llegarían a las tiendas locales y conocer la música de artistas que jamás harían una gira que pasara siquiera por el continente en el que vivo.
Un día de 2000, cansado de oír las mismas canciones una y otra vez, decidí escribir en la casilla de búsquedas de Napster el nombre de un grupo que sabía que existía, pero cuya obra no conocía: los Beatles.
La lista de resultados mostraba que cientos de usuarios tenían la misma canción en computadores de todas partes del mundo, y aparentemente había recibido una muy buena calificación por parte de todos estos personajes que, como yo, recurrían a la piratería para satisfacer su curiosidad. La canción era "Eleanor Rigby". Le di doble clic al título para empezar a descargarla y, minutos después, la escuché por primera vez.
Me quedé boquiabierto ante lo que oía. El estéreo, las armonías, la melodía y la música eran hipnóticos. Nunca había escuchado algo así.
Poco después vi un comercial de televisión que anunciaba el disco "1", que incluía los sencillos de los Beatles que llegaron al primer puesto en las listas de música de Inglaterra y los Estados Unidos. En cuanto tuve la oportunidad, lo compré.
Debo confesar que, cuando escuché el álbum por primera vez, no quedé muy impresionado. Se trataba de un grupo de canciones con estilos diferentes, pues entre 1962 y 1970 la música de los "fabulosos cuatro" cambió mucho. Era difícil de digerir. No experimenté la misma sensación de maravilla que había sentido cuando oí "Eleanor Rigby", a pesar de que había en ese disco canciones que eran familiares para mí.
La magia ocurrió después: un día me di cuenta de que había una melodía que daba vueltas dentro de mi cabeza y no lograba recordar quién la cantaba ni cómo se llamaba. Me estaba volviendo loco. Para distraerme, puse el CD de los Beatles en mi equipo de sonido y empecé a oírlo una vez más. De repente, una de las canciones coincidió con la melodía de mi cabeza. Era el piano de "Lady Madonna".
En ese momento pensé que la música de estos cuatro personajes era poderosa. Cada vez que oía esos temas, me gustaban más. Me di a la tarea de conseguir más álbumes y descubrí que un amigo mío también disfrutaba de la música de los Beatles. Me acordé de Mafalda y su amor por ese grupo.
Al finalizar el año, mi madre me regaló el libro de la Antología de los Beatles en español. Era la historia del grupo contada por ellos mismos, su manager, su productor y otros personajes cercanos. Desde ahí empezó mi obsesión, casi enfermedad, por todo lo relacionado con su vida y obra. Hoy tengo libros, películas, documentales, afiches, postales, camisetas y demás chécheres con la imagen de estos individuos que transformaron la historia de la música. Un grupito pequeño y genial, como alguna vez dijo Paul McCartney. Esa es la historia de mi relación con los Beatles. Ahí perdonan.
En esos tempranos años de la primera década del siglo XXI, yo era un estudiante de colegio que a duras penas tenía dinero para comprar un disco compacto. Napster era la mejor manera de descargar música en aquel entonces. Yo podía acceder a canciones que nunca llegarían a las tiendas locales y conocer la música de artistas que jamás harían una gira que pasara siquiera por el continente en el que vivo.
Un día de 2000, cansado de oír las mismas canciones una y otra vez, decidí escribir en la casilla de búsquedas de Napster el nombre de un grupo que sabía que existía, pero cuya obra no conocía: los Beatles.
La lista de resultados mostraba que cientos de usuarios tenían la misma canción en computadores de todas partes del mundo, y aparentemente había recibido una muy buena calificación por parte de todos estos personajes que, como yo, recurrían a la piratería para satisfacer su curiosidad. La canción era "Eleanor Rigby". Le di doble clic al título para empezar a descargarla y, minutos después, la escuché por primera vez.
Me quedé boquiabierto ante lo que oía. El estéreo, las armonías, la melodía y la música eran hipnóticos. Nunca había escuchado algo así.
Poco después vi un comercial de televisión que anunciaba el disco "1", que incluía los sencillos de los Beatles que llegaron al primer puesto en las listas de música de Inglaterra y los Estados Unidos. En cuanto tuve la oportunidad, lo compré.
Debo confesar que, cuando escuché el álbum por primera vez, no quedé muy impresionado. Se trataba de un grupo de canciones con estilos diferentes, pues entre 1962 y 1970 la música de los "fabulosos cuatro" cambió mucho. Era difícil de digerir. No experimenté la misma sensación de maravilla que había sentido cuando oí "Eleanor Rigby", a pesar de que había en ese disco canciones que eran familiares para mí.
La magia ocurrió después: un día me di cuenta de que había una melodía que daba vueltas dentro de mi cabeza y no lograba recordar quién la cantaba ni cómo se llamaba. Me estaba volviendo loco. Para distraerme, puse el CD de los Beatles en mi equipo de sonido y empecé a oírlo una vez más. De repente, una de las canciones coincidió con la melodía de mi cabeza. Era el piano de "Lady Madonna".
En ese momento pensé que la música de estos cuatro personajes era poderosa. Cada vez que oía esos temas, me gustaban más. Me di a la tarea de conseguir más álbumes y descubrí que un amigo mío también disfrutaba de la música de los Beatles. Me acordé de Mafalda y su amor por ese grupo.
Al finalizar el año, mi madre me regaló el libro de la Antología de los Beatles en español. Era la historia del grupo contada por ellos mismos, su manager, su productor y otros personajes cercanos. Desde ahí empezó mi obsesión, casi enfermedad, por todo lo relacionado con su vida y obra. Hoy tengo libros, películas, documentales, afiches, postales, camisetas y demás chécheres con la imagen de estos individuos que transformaron la historia de la música. Un grupito pequeño y genial, como alguna vez dijo Paul McCartney. Esa es la historia de mi relación con los Beatles. Ahí perdonan.
martes, marzo 22, 2011
Habrá locas, pero también locos
Hay muchos locos sueltos y hay mucho odio en el mundo. El hecho de que yo haya calificado de locos a los locos podría ser interpretado por personas llenas de odio como un síntoma de ese sentimiento. De cualquier manera, sigo creyendo que hay muchos locos sueltos y, por fortuna, tengo la libertad de opinar lo que me venga en gana.
Dos hombres se besan en televisión y sale en las noticias una loca fundamentalista con el seudoargumento de que la Biblia dice que la homosexualidad es un pecado. Vamos a ver. Amigo -loco o cuerdo-: lo invito a que saque su copia de la Biblia de la biblioteca de sus papás y le sople el polvo que ha de tener acumulado en la cabeza.
En Genesis 19 se cuenta cómo cae el azufre y el fuego sobre Sodoma y Gomorra, dizque por la perversidad de sus habitantes. Lo que los fundamentalistas no leen es que, tiempo después (Génesis, 19:33), las hijas de Lot se acostaron con él y quedaron embarazadas. Esto, además de ser incesto, está prohibido, según dice en Levítico 18:6.
Después, Levítico 20:13 dice que quien se acueste con otro hombre como quien se acuesta con una mujer, comete un acto abominable y será condenado a muerte.
A los defensores de los derechos humanos de hoy les parecerá un escándalo, pero en épocas pre-cristianas también era menester morir apredreado por maldecir a los papás (aquí moriría gran parte de la población adolescente occidental) y cometer adulterio (morirían jóvenes, adultos y ancianos mientras los abogados se quedarían sin trabajo), entre otras causas.
Yo les pregunto a los estudiosos de la Biblia, sacerdotes, teólogos y demás expertos: Si en Levítico 18:1-2 dice que estos mensajes iban del Señor a los israelitas de hace yonosécuántos cientos de años, ¿es válido que esos preceptos sigan vigentes en la Colombia de hoy, o en la América de hoy? No cuestiono el hecho de que sea bueno o malo, por ejemplo, tener relaciones sexuales con animales (algo que no se recomienda en Levítico 18:23): la “bondad” o “maldad” del acto se decidirá según la legislación, la ética y la moral de cada individuo y cada territorio; y quien incurra en uno de esos actos pecaminosos deberá asumir las responsabilidades de sus actos según lo impuesto por la sociedad en la que viva. En épocas bíblicas, el castigo era el exilio.
En 1 Corintios 6:9-10 se pone a los homosexuales en el mismo nivel de los fornicarios (es decir, a todo aquel que copule por fuera del matrimonio), de los avaros, los ladrones, los borrachos, los calumniadores y los estafadores. En resumen, todos los protagonistas de las noticias del medio día. De ellos se dice que ninguno heredará el reino de Dios. Y no vemos a ningún fundamentalista criticando a estos ejemplares personajes.
También me pregunto: ¿Por qué los locos fundamentalistas no salen con una Biblia en la mano, en televisión, protestando por la cantidad de series y filmes con asesinatos, sangre y sufrimiento que pasan en horario familiar? En Romanos 1:29 se habla mal de los homicidios, los mismos que son protagonistas en las producciones audiovisuales de ficción y en los noticieros con información supuestamente veraz y tristemente real. ¿Cómo es que un beso produce tanto escándalo pero los padres de los niños que dirigirán el mundo de mañana se quedan impávidos ante las imágenes de destrucción, violencia y caos que pasan frente a los ojos de sus hijos? No me jodan. No entiendo.
Habrá quien me acuse de ser homosexual por defender a los homosexuales. Para que no quede duda, lo digo acá: el hecho de que yo no sea gay no quiere decir que tenga que ser un homofóbico, loco, como tantos. Creo que cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida y a tomar sus propias decisiones, procurando siempre respetar a los demás.
La Biblia podrá decir lo que sea, pero los tiempos han cambiado, las personas y las leyes también. El contexto histórico, social y geográfico en el que fue escrito el Antiguo Testamento es muy distinto del que rige en el ámbito y momento en que se emitió ese capítulo de “Glee”.
Para rematar: Victoria Jackson (la loca que se escandalizó por el beso) es una mujer divorciada que se volvió a casar. Si actuáramos como ella, nos bastaría con salir en televisión y leer a Malaquías 2:16. A ver qué dice.
Ahí perdonan.
Dos hombres se besan en televisión y sale en las noticias una loca fundamentalista con el seudoargumento de que la Biblia dice que la homosexualidad es un pecado. Vamos a ver. Amigo -loco o cuerdo-: lo invito a que saque su copia de la Biblia de la biblioteca de sus papás y le sople el polvo que ha de tener acumulado en la cabeza.
En Genesis 19 se cuenta cómo cae el azufre y el fuego sobre Sodoma y Gomorra, dizque por la perversidad de sus habitantes. Lo que los fundamentalistas no leen es que, tiempo después (Génesis, 19:33), las hijas de Lot se acostaron con él y quedaron embarazadas. Esto, además de ser incesto, está prohibido, según dice en Levítico 18:6.
Después, Levítico 20:13 dice que quien se acueste con otro hombre como quien se acuesta con una mujer, comete un acto abominable y será condenado a muerte.
A los defensores de los derechos humanos de hoy les parecerá un escándalo, pero en épocas pre-cristianas también era menester morir apredreado por maldecir a los papás (aquí moriría gran parte de la población adolescente occidental) y cometer adulterio (morirían jóvenes, adultos y ancianos mientras los abogados se quedarían sin trabajo), entre otras causas.
Yo les pregunto a los estudiosos de la Biblia, sacerdotes, teólogos y demás expertos: Si en Levítico 18:1-2 dice que estos mensajes iban del Señor a los israelitas de hace yonosécuántos cientos de años, ¿es válido que esos preceptos sigan vigentes en la Colombia de hoy, o en la América de hoy? No cuestiono el hecho de que sea bueno o malo, por ejemplo, tener relaciones sexuales con animales (algo que no se recomienda en Levítico 18:23): la “bondad” o “maldad” del acto se decidirá según la legislación, la ética y la moral de cada individuo y cada territorio; y quien incurra en uno de esos actos pecaminosos deberá asumir las responsabilidades de sus actos según lo impuesto por la sociedad en la que viva. En épocas bíblicas, el castigo era el exilio.
En 1 Corintios 6:9-10 se pone a los homosexuales en el mismo nivel de los fornicarios (es decir, a todo aquel que copule por fuera del matrimonio), de los avaros, los ladrones, los borrachos, los calumniadores y los estafadores. En resumen, todos los protagonistas de las noticias del medio día. De ellos se dice que ninguno heredará el reino de Dios. Y no vemos a ningún fundamentalista criticando a estos ejemplares personajes.
También me pregunto: ¿Por qué los locos fundamentalistas no salen con una Biblia en la mano, en televisión, protestando por la cantidad de series y filmes con asesinatos, sangre y sufrimiento que pasan en horario familiar? En Romanos 1:29 se habla mal de los homicidios, los mismos que son protagonistas en las producciones audiovisuales de ficción y en los noticieros con información supuestamente veraz y tristemente real. ¿Cómo es que un beso produce tanto escándalo pero los padres de los niños que dirigirán el mundo de mañana se quedan impávidos ante las imágenes de destrucción, violencia y caos que pasan frente a los ojos de sus hijos? No me jodan. No entiendo.
Habrá quien me acuse de ser homosexual por defender a los homosexuales. Para que no quede duda, lo digo acá: el hecho de que yo no sea gay no quiere decir que tenga que ser un homofóbico, loco, como tantos. Creo que cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida y a tomar sus propias decisiones, procurando siempre respetar a los demás.
La Biblia podrá decir lo que sea, pero los tiempos han cambiado, las personas y las leyes también. El contexto histórico, social y geográfico en el que fue escrito el Antiguo Testamento es muy distinto del que rige en el ámbito y momento en que se emitió ese capítulo de “Glee”.
Para rematar: Victoria Jackson (la loca que se escandalizó por el beso) es una mujer divorciada que se volvió a casar. Si actuáramos como ella, nos bastaría con salir en televisión y leer a Malaquías 2:16. A ver qué dice.
Ahí perdonan.
miércoles, febrero 02, 2011
No más rayas blancas
Los White Stripes se separaron.
La primera vez que oí su música fue en un centro comercial, en los Estados Unidos, a mediados de 2003. En uno de los almacenes estaba sonando una melodía pegajosa. Recuerdo que tenía un par de afiches de los Beatles en la mano y, antes de pagar, pregunté en la caja por el nombre de la canción que había acabado de sonar. Era "Seven Nation Army". Después de haber escuchado ese canción, quedé encantado con la energía del dúo conformado por este par de hermanos (o ex esposos, dependiendo de la fuente). Me ponía la piel de gallina esa voz cruda, áspera y a veces triste de Jack White, y me hipnotizaban los ritmos de batería que marcaba Meg.
Los vi en la película "Coffee and Cigarettes" de Jim Jarmusch, y me reí de la absurda situación que tenía que ver con una bobina Tesla. Me impresionó el vídeo de "I Just Don't Know What to Do With Myself", con Kate Moss. También me causó mucha gracia la canción "Well It's True That We Love One Another", con Holly Golightly. Me parecía fascinante el humor de ese tema en particular.
Aprendí a tocar algunas de las canciones de los White, bajando el tono de la cuerda del mi grave para hacer un patético intento de imitar el sonido de la guitarra de Jack. A veces, cuando me reúno con un grupo de viejos amigos a hacer ruido con nuestros instrumentos musicales, improvisamos una versión que no le llega ni a los talones a la "Fell in Love With a Girl" original.
La música hecha por este par de personajes es fuerte, robusta y me da ánimo. Hace que el corazón me lata con más fuerza. Oír sus discos, a mi juicio, era tan bueno como oír sus presentaciones en vivo.
Años después, Jack se embarcaría en proyectos independientes como The Raconteurs y haría colaboraciones con artistas tan disímiles como Alicia Keys. El sonido de White con su guitarra, como el de Harrison, Clapton o Aloras, es inconfundible y adictivo.
Me va a hacer falta oír música nueva de los Stripes, pero siempre disfrutaré de las grabaciones que hicieron. Ojalá algún día se reúnan como viejos amigos, a lo Simon y Garfunkel, en el Central Park.
La primera vez que oí su música fue en un centro comercial, en los Estados Unidos, a mediados de 2003. En uno de los almacenes estaba sonando una melodía pegajosa. Recuerdo que tenía un par de afiches de los Beatles en la mano y, antes de pagar, pregunté en la caja por el nombre de la canción que había acabado de sonar. Era "Seven Nation Army". Después de haber escuchado ese canción, quedé encantado con la energía del dúo conformado por este par de hermanos (o ex esposos, dependiendo de la fuente). Me ponía la piel de gallina esa voz cruda, áspera y a veces triste de Jack White, y me hipnotizaban los ritmos de batería que marcaba Meg.
Los vi en la película "Coffee and Cigarettes" de Jim Jarmusch, y me reí de la absurda situación que tenía que ver con una bobina Tesla. Me impresionó el vídeo de "I Just Don't Know What to Do With Myself", con Kate Moss. También me causó mucha gracia la canción "Well It's True That We Love One Another", con Holly Golightly. Me parecía fascinante el humor de ese tema en particular.
Aprendí a tocar algunas de las canciones de los White, bajando el tono de la cuerda del mi grave para hacer un patético intento de imitar el sonido de la guitarra de Jack. A veces, cuando me reúno con un grupo de viejos amigos a hacer ruido con nuestros instrumentos musicales, improvisamos una versión que no le llega ni a los talones a la "Fell in Love With a Girl" original.
La música hecha por este par de personajes es fuerte, robusta y me da ánimo. Hace que el corazón me lata con más fuerza. Oír sus discos, a mi juicio, era tan bueno como oír sus presentaciones en vivo.
Años después, Jack se embarcaría en proyectos independientes como The Raconteurs y haría colaboraciones con artistas tan disímiles como Alicia Keys. El sonido de White con su guitarra, como el de Harrison, Clapton o Aloras, es inconfundible y adictivo.
Me va a hacer falta oír música nueva de los Stripes, pero siempre disfrutaré de las grabaciones que hicieron. Ojalá algún día se reúnan como viejos amigos, a lo Simon y Garfunkel, en el Central Park.
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martes, febrero 01, 2011
La entrevista de trabajo
Lo reconozco: dependo de más aparatos de lo que debería, y no estoy en un hospital. Quiero decir que mi vida no depende de aparatos, al menos por ahora. De cualquier forma, me resulta difícil pasar un día sin revisar qué hay de nuevo en Twitter, mi Google Reader y en la página principal de Reddit.
Mi sentido de la orientación, digo yo, debió haberse quedado en el departamento de repartición de sentidos cuando me fabricaron. Simplemente no lo tengo. Cuando estaba pequeño y jugaba a ponerle la cola al burro, con los ojos vendados, bastaba con un giro de 180 grados para que la cola terminara en la frente de uno de mis pequeños amigos.
La primera vez que vi un GPS fue en un viaje que hice con mi hermano y mi cuñada a Estados Unidos, en un carro que alquilamos para viajar por las carreteras de Florida. Yo creí que ese sistema de orientación se iba a demorar décadas en llegar a Colombia, como muchas de las tecnologías que aparecen en los países dizque desarrollados, pero no. En menos de un año compré mi primer (y, hasta ahora, único) aparato de posicionamiento global, con mapas y todo. Antes de eso, era normal que me perdiera en las calles de una ciudad a la cual, a pesar de haber vivido en ella toda mi vida, conozco poco. Y, cuando me perdía, me veía en la penosa obligación de llamar por celular (y manos libres, para evadir la ilegalidad) a alguien para que me ayudara a ubicarme. Gracias al GPS, ya no tenía que recurrir a esas inconvenientes llamadas, que podían ocurrir estando alta la noche, muy para la desdicha de mis interlocutores.
Y si cerraban una vía o había un accidente, me bastaba con esperar unos segundos a que el aparato dijera, en tono plano e insípido, la palabra mágica: "recalculando".
Alguna vez escribí que una de las desventajas del GPS era el hecho de que los mapas no eran muy confiables en países distintos de los de América del Norte, pero hoy ese no es el caso. Los mapas que hacen empresas como Gisco (quienes, lo juro, no me han pagado un céntimo por mencionar su nombre) son detallados y precisos.
Puesto el contexto, empieza mi penosa historia:
Hace algún tiempo, un amigo mío me escribió para decirme que había encontrado una oferta de trabajo con la corporación BHR (vale decir que estas siglas no corresponden a las de la entidad real). El perfil que buscaba la empresa se ajustaba al mío: un comunicador social / periodista con conocimientos sobre e interés en la tecnología y la web. Me interesó la oferta y decidí enviar mi hoja de vida. Resulta que la envié y me llamaron a la casa un viernes a decirme que tenía una cita el lunes (o por lo menos eso dijeron en mi casa). Como no me encontraron, dijeron que me iban a llamar al celular. Recibí una llamada el lunes siguiente, en la tarde, y me dieron la cita para el martes a las 4 p.m.
El martes a las 3:20 p.m. salí de mi casa. El GPS indicaba que iba a llegar a la cita a las 3:47 p.m., de manera que no me preocupé por apresurarme. Me encontré con docenas de semáforos en rojo, dos accidentes y, aún así, iba a llegar a tiempo. Faltando diez minutos para las cuatro, el GPS dijo "gire a la derecha".
Hacía poco había leído en algún diario la historia de un hombre que iba conduciendo en un país que no conocía, de noche, por un sector en el que no había iluminación, y terminó cayéndose por un barranco o ahogándose en un río. No me acuerdo. El caso fue que el hombre murió por seguir las indicaciones de su GPS, aunque no lo culpo: las circunstancias no le ayudaron.
Yo nunca he seguido ciegamente las instrucciones del GPS. Siempre me fijo primero en la señalización, en los peatones, en los demás vehículos... y, finalmente, uso lo que diga el aparato parlante como guía. Eso es: una guía de navegación.
Ya faltaban diez minutos para llegar al lugar de mi entrevista de trabajo y no parecía haber ningún sitio en el que pudiera estacionar el carro. Después de oír la instrucción del GPS, noté que en esa entrada había un grupo de obreros haciendo algún tipo de reparación y cometí el error de asumir que no había forma de girar por ahí. Me pasé la entrada y entré en pánico, porque empecé a transitar por una vía principal que seguramente me alejaría de mi destino final.
Aún después de desviarme, la máquina ésta decía que iba a llegar a las 3:58, apenas a tiempo para entrar y saludar.
Tal vez el miedo me llevó a llamar a mi papá para preguntarle cuál podría ser la vía más rápida para llegar. Pasé 20 minutos dando vueltas y, una vez llegué, me estacioné. Me bajé del carro y empecé a buscar la dirección. Pasaba de la calle A a la calle B, y la dirección quedaba en la calle AA.
Ya estaba tarde: eran las 4:10. Marqué el número de la empresa para avisar y ofrecer disculpas por mi tardanza, y, cuando estaba digitando los números, vi una puerta junto a la cual había una hoja de papel, tamaño carta, hecha con una impresora común y, creo yo, cualquier programa de procesamiento de textos, con la dirección del lugar. Imposible de ver desde un vehículo en movimiento.
Entré y llegué a la recepción a las 4:15. Pregunté por la persona que iba a entrevistarme y me dijeron que la cita era a las 4. Dije que no había podido dar con la dirección, a pesar de haber salido con tiempo suficiente. La recepcionista hizo cara de que no había nada que hacer y me dijo que ellos tenían mis datos y mi hoja de vida. Trató de llamar a la persona que me iba a entrevistar y no obtuvo respuesta, según me dijo.
Le pregunté si había opciones, si era posible que yo esperara una llamada después. Le ofrecí disculpas por mi mal sentido de la orientación. Fui ignorado y descartado como si hubiera llegado insultando a todo el mundo, pero no: mi único crimen fue haberme perdido. Tuve que retirarme con un lacónico "gracias" y una débil sonrisa. Como resultado, perdí la cita y la oportunidad de trabajar con la corporación.
¿Llegué tarde? Sí. ¿Fue por falta de interés? No. Sé que es prácticamente un pecado llegar tarde a una entrevista de trabajo, pero estas cosas pueden pasarle a cualquiera. No creo que mi falta de orientación tenga que ver con las habilidades o conocimientos propios para trabajar, a menos que mi trabajo fuera taxista o busero.
Ahí perdonan.
Mi sentido de la orientación, digo yo, debió haberse quedado en el departamento de repartición de sentidos cuando me fabricaron. Simplemente no lo tengo. Cuando estaba pequeño y jugaba a ponerle la cola al burro, con los ojos vendados, bastaba con un giro de 180 grados para que la cola terminara en la frente de uno de mis pequeños amigos.
La primera vez que vi un GPS fue en un viaje que hice con mi hermano y mi cuñada a Estados Unidos, en un carro que alquilamos para viajar por las carreteras de Florida. Yo creí que ese sistema de orientación se iba a demorar décadas en llegar a Colombia, como muchas de las tecnologías que aparecen en los países dizque desarrollados, pero no. En menos de un año compré mi primer (y, hasta ahora, único) aparato de posicionamiento global, con mapas y todo. Antes de eso, era normal que me perdiera en las calles de una ciudad a la cual, a pesar de haber vivido en ella toda mi vida, conozco poco. Y, cuando me perdía, me veía en la penosa obligación de llamar por celular (y manos libres, para evadir la ilegalidad) a alguien para que me ayudara a ubicarme. Gracias al GPS, ya no tenía que recurrir a esas inconvenientes llamadas, que podían ocurrir estando alta la noche, muy para la desdicha de mis interlocutores.
Y si cerraban una vía o había un accidente, me bastaba con esperar unos segundos a que el aparato dijera, en tono plano e insípido, la palabra mágica: "recalculando".
Alguna vez escribí que una de las desventajas del GPS era el hecho de que los mapas no eran muy confiables en países distintos de los de América del Norte, pero hoy ese no es el caso. Los mapas que hacen empresas como Gisco (quienes, lo juro, no me han pagado un céntimo por mencionar su nombre) son detallados y precisos.
Puesto el contexto, empieza mi penosa historia:
Hace algún tiempo, un amigo mío me escribió para decirme que había encontrado una oferta de trabajo con la corporación BHR (vale decir que estas siglas no corresponden a las de la entidad real). El perfil que buscaba la empresa se ajustaba al mío: un comunicador social / periodista con conocimientos sobre e interés en la tecnología y la web. Me interesó la oferta y decidí enviar mi hoja de vida. Resulta que la envié y me llamaron a la casa un viernes a decirme que tenía una cita el lunes (o por lo menos eso dijeron en mi casa). Como no me encontraron, dijeron que me iban a llamar al celular. Recibí una llamada el lunes siguiente, en la tarde, y me dieron la cita para el martes a las 4 p.m.
El martes a las 3:20 p.m. salí de mi casa. El GPS indicaba que iba a llegar a la cita a las 3:47 p.m., de manera que no me preocupé por apresurarme. Me encontré con docenas de semáforos en rojo, dos accidentes y, aún así, iba a llegar a tiempo. Faltando diez minutos para las cuatro, el GPS dijo "gire a la derecha".
Hacía poco había leído en algún diario la historia de un hombre que iba conduciendo en un país que no conocía, de noche, por un sector en el que no había iluminación, y terminó cayéndose por un barranco o ahogándose en un río. No me acuerdo. El caso fue que el hombre murió por seguir las indicaciones de su GPS, aunque no lo culpo: las circunstancias no le ayudaron.
Yo nunca he seguido ciegamente las instrucciones del GPS. Siempre me fijo primero en la señalización, en los peatones, en los demás vehículos... y, finalmente, uso lo que diga el aparato parlante como guía. Eso es: una guía de navegación.
Ya faltaban diez minutos para llegar al lugar de mi entrevista de trabajo y no parecía haber ningún sitio en el que pudiera estacionar el carro. Después de oír la instrucción del GPS, noté que en esa entrada había un grupo de obreros haciendo algún tipo de reparación y cometí el error de asumir que no había forma de girar por ahí. Me pasé la entrada y entré en pánico, porque empecé a transitar por una vía principal que seguramente me alejaría de mi destino final.
Aún después de desviarme, la máquina ésta decía que iba a llegar a las 3:58, apenas a tiempo para entrar y saludar.
Tal vez el miedo me llevó a llamar a mi papá para preguntarle cuál podría ser la vía más rápida para llegar. Pasé 20 minutos dando vueltas y, una vez llegué, me estacioné. Me bajé del carro y empecé a buscar la dirección. Pasaba de la calle A a la calle B, y la dirección quedaba en la calle AA.
Ya estaba tarde: eran las 4:10. Marqué el número de la empresa para avisar y ofrecer disculpas por mi tardanza, y, cuando estaba digitando los números, vi una puerta junto a la cual había una hoja de papel, tamaño carta, hecha con una impresora común y, creo yo, cualquier programa de procesamiento de textos, con la dirección del lugar. Imposible de ver desde un vehículo en movimiento.
Entré y llegué a la recepción a las 4:15. Pregunté por la persona que iba a entrevistarme y me dijeron que la cita era a las 4. Dije que no había podido dar con la dirección, a pesar de haber salido con tiempo suficiente. La recepcionista hizo cara de que no había nada que hacer y me dijo que ellos tenían mis datos y mi hoja de vida. Trató de llamar a la persona que me iba a entrevistar y no obtuvo respuesta, según me dijo.
Le pregunté si había opciones, si era posible que yo esperara una llamada después. Le ofrecí disculpas por mi mal sentido de la orientación. Fui ignorado y descartado como si hubiera llegado insultando a todo el mundo, pero no: mi único crimen fue haberme perdido. Tuve que retirarme con un lacónico "gracias" y una débil sonrisa. Como resultado, perdí la cita y la oportunidad de trabajar con la corporación.
¿Llegué tarde? Sí. ¿Fue por falta de interés? No. Sé que es prácticamente un pecado llegar tarde a una entrevista de trabajo, pero estas cosas pueden pasarle a cualquiera. No creo que mi falta de orientación tenga que ver con las habilidades o conocimientos propios para trabajar, a menos que mi trabajo fuera taxista o busero.
Ahí perdonan.
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